miércoles, febrero 27, 2013

Ante tus ojos, semillas de una práctica de danza. Por Lisa Nelson



  Foto: Gill-Clarke-and-Charlie-Morrissey

Ante tus ojos 
Semillas de una práctica de danza

Pienso en los ojos.
¡Tantas partes móviles!
Pienso en ver.
Hay mucho más ahí que encontrarse con los ojos.
Pienso en la visión y el movimiento.
¡Uno le da empuje al otro!

El diálogo viene a la mente. Así es cómo experimento su boda.
Y cómo experimento mi danza: en mi cuerpo y en sociedad con la gente, las cosas y el espacio. Ahora viene la supervivencia. Encontrar caminos para continuar danzando a través de los años ha sido tan básico como eso.
Y estoy en deuda, por la inspiración inicial en mi trabajo con la visión, el video y la danza, a la pregunta planteada por Steve Paxton cuando él (cito) “señaló” el Contact Improvisation en 1972. Preguntó: “¿Qué hace un cuerpo para sobrevivir?” En mitad de un dilema entre abandonar o continuar en el campo de la danza, una pregunta se alzaba: ¿Qué es lo que vemos en una danza? Para llegar al fondo del asunto, me encontré a mí misma desarmando ambas instancias: la composición de mi movimiento y la composición de mi vista. El siguiente escrito remarca algunas cuestiones de este viaje.
Somos expertos leyendo el movimiento. Dependemos de la lectura de los detalles para nuestra supervivencia. El movimiento de una ceja alzándose, incrustado en un tumulto de diminutos desplazamientos y detenciones, significa algo para nosotros. Incluso, leemos las acciones antes de que aparezcan. Con un atisbo imperceptible, podemos percibir que alguien a quien no queremos ver está a punto de girar la cara hacia nosotros. Antes de saberlo, ya hemos compuesto nuestro cuerpo para hacerlo invisible, o compuesto nuestros ojos para que estén en otra parte y así, tener la posibilidad de ser pasados por alto. Estamos todo el tiempo recomponiendo nuestro cuerpo y nuestra atención, en respuesta al comportamiento, a las cosas conocidas y desconocidas. Esta danza interna es la más básica improvisación: leer y responder a la escritura[1] del comportamiento. Es nuestro cuerpo en diálogo con nuestra experiencia.

Con esta fluidez natural, el cambio de la lectura de los movimientos a la lectura de la danza, podría parecer simple. Pero, evidentemente, para muchas personas, algo más interviene, algunas otras expectativas entran en juego.

La comunicación, quizás… ¿Qué le aportamos a la lectura? Esto me recuerda el movimiento de los ojos de la gente durante las conversaciones.
Con esta danza idiosincrásica y parpadeante, nos mostramos unos a otros nuestra atención e intención. El oyente hace un malabar con dos pelotas: compone su cuerpo para escuchar y para mostrarse escuchando al mismo tiempo. Mientras el hablante hace un malabar con cuatro: compone su cuerpo para pensar, para conducir su pensamiento a la lengua, para ver y para ser visto. Este es un truco de negociación entre el propósito de nuestros sentidos, nuestras habilidades físicas y las reglas de la cultura. El malabar de un performer es mucho más parecido al de un hablante. Entonces, ¿qué hay del espectador, en la oscuridad y con una sola pelota?  Ante mis ojos, una persona bailando es la noticia que sale caliente de la prensa. Cuando un bailarín salta ante la vista ¿qué es lo que veo? La luz se da lugar. Yo miro cómo se ve. Siento curiosidad por la apariencia del ser humano. Entonces busco sus ojos. Siento curiosidad por lo que está pensando, dónde cree que está, adónde cree que va. Incluso a la distancia, puedo leer un montón en los ojos de un bailarín. Veo su vivacidad. Y eso llama mi atención. Un diálogo comienza entre mi lectura de su intención como bailarín y yo misma. Editando al vuelo para generar un sentido de lo que está ante mí, estoy también revisando mi propio gusto.
Me pregunto que le gusta mirar a la gente. Yo adoro mirar gente cantando.
El modo en que la cara se mueve para sintonizar la música. Los ojos miran hacia afuera, luego hacia adentro, luego a un lugar quien sabe dónde. Puedo ver el bucle de la realimentación entre la garganta y el oído y la garganta, ida y vuelta.

A veces la cara parece volverse para adentro. A veces flota en un estanque quieto de vibraciones, pequeñas formaciones de los labios, un atisbo de la lengua. Veo el sonido dando forma al cantante: el oído sintoniza al cuerpo tanto como el cuerpo al oído. Cuando observo esta sintonía, puedo ver lo que quiero de la danza. ¿Cómo es  “sintonizar” una analogía para el danzar y el mirar danza? Primero, es físico: sintonizar es una acción. Moviliza mi cuerpo, mis sentidos, mi atención. También es sensorial: puedo sentirlo ocurrir en mi cuerpo. Es relacional: es el modo en que conecto con las cosas. Y es compositivo: pone las cosas en orden. De seguro, hay más que esto en la danza, como hay más que esto en el canto. Aún así, me sentí movilizada a traducir la mecánica de la sintonía en la práctica de danza, porque tenía curiosidad, y porque podía hacerlo. Esto ha iluminado muchas cosas, dejando intacto el misterio de la expresión humana.

El cuerpo es un instrumento de sintonías compuesto por finas y diferenciadas antenas. Estas son nuestros sentidos, y los sentidos miden los cambios. Rápidamente, luego de nacer, aprendemos a enfocarlos en lo que necesitamos para sobrevivir. La cultura agrega una capa de instrucciones para construir los filtros perceptuales que se espera que tengamos para darle sentido al mundo. Yo he quedado sorprendida ante la mirada ancha y abierta de los niños pequeños, antes de que aprendan a componer los músculos alrededor de los ojos, el ritmo de la mirada y la mirada hacia afuera, la distancia apropiada entre su cara y la mía. Nuestras conductas sensoriales se editan dentro de una paleta genética -cómo los ojos detectan luz en la oscuridad, los oídos localizan el origen de un sonido, los cuerpos se mueven para explorar desde el toque, la nariz se posiciona sola para oler- y nos movemos para satisfacer nuestra curiosidad ante el mundo. A lo largo de nuestras vidas, dibujamos con esta paleta, componiendo un repertorio de respuestas, para los constantemente cambiantes medios interno y externo. Estos patrones subyacen a nuestras elecciones y dan forma a nuestras opiniones y apetito de movimiento. Dan cuerpo a nuestra imaginación.

Estuve largamente encantada con la danza. No tanto con los amplios gestos, la pintura del espacio, la visualización de la música. Sino con los detalles de una vida interna  extrudida[2]. Cuando aparecí en la escena de la danza en el New York de 1971, había  estado saltando durante años del oficio de la coreografía, al oficio de la performance de improvisación. Fui allá a unirme a la compañía de improvisación de Daniel Nagrin, “The Workgroup”, y llevé conmigo mi imaginación y los patrones de movimiento de mi entrenamiento. En cuanto a mi propio trabajo, la perspectiva de crear marcos para hacer que las incursiones en mi peculiar movimiento tuvieran sentido dentro de la escena newyorkina, fue decepcionante. Aunque los bailarines de aquel momento estaban temporalmente abriéndose camino,  -ampliándose hacia los movimientos de la vida cotidiana, las conductas de movimiento “natural” y el atletismo en los escenarios, y proponiendo nuevos marcos en los que investigar la danza- yo anhelaba ver algo más. Algo debajo de la interacción de los bailarines unos con otros, y la arquitectura del espacio. Algo de la interacción de los bailarines consigo mismos: el diálogo interno que forma la superficie. Noté con celos que, el público de films de animación, donde la figura humana (y el espacio mismo) están despiadadamente transformados[3], tenía por expectativa mantener su imaginación brotada y leer entre líneas. Sintiendo que esa infinita mutabilidad física era el territorio natural de la danza, quise bailarines en el escenario que reclamaran ese espacio: para articular el mágico diálogo con el mundo físico, nuestra cultura nos forja en ese mundo, para luego pugnar por su olvido. Consumida por el deseo de revelar todo esto en mi propia danza, sentí que los filtros de mi entrenamiento me nublaban la vista. Sin saber más qué hacer, a los 24 años dejé de bailar. Por casualidad, me hice de mi video cámara, y en una inmersión de cuatro años encontré mi camino de vuelta a la danza, a través de mis ojos.

Quizá porque el cuerpo es a la vez el medio y el producto de una performance de danza, resbalé de un lado del espejo hacia el otro, de ida y vuelta: de considerar ver, a considerar hacer o sentir. Filmando y editando videos me ubiqué a los dos lados del espejo al mismo tiempo. Al convertirme en la espectadora de mi mirada, el video sirvió de catalizador para invertir la propia danza de mirar en el espacio. Con el tiempo, se transformó en un modelo de exploración conjunta, de cómo creamos significado fuera de la danza, desde adentro hacia afuera. Si bien usamos de modo diferente los ojos cuando bailamos que cuando aprendemos u observamos danza, ellos juegan un papel central en cada acción. Mientras bailamos, los ojos, ya sea abiertos o cerrados, funcionan para equilibrar el movimiento del cuerpo: una buena razón para su diseño de extrema movilidad. Abiertos, son nuestra primera defensa contra el futuro: el sentido más veloz a la hora de discernir obstáculos en el camino. Mientras observamos, los ojos son las ventanas a nuestro sentido de sinestesia: ellos alojan la danza. No es accidental que la danza pertenezca a una tradición visual. La aprendemos, en su mayor parte, a través de la observación y la imitación. Para los bailarines, es al mismo tiempo una bendición y una desgracia que estemos genéticamente sujetos a imitar los movimientos que vemos desde el momento mismo del nacimiento. La bendición es un mundo lleno de performances libres. Un niñito con un pincel, gente en un subte repleto, estorninos explotando desde un árbol: no faltan modelos que observar y encarnar[4]. La maldición es que este reflejo es difícil de controlar. Somos incapaces, no de duplicar los modelos de danza en el escenario o el salón de clases, sino de evitar que se nos peguen los manierismos de las personas que conocemos. Hay aún misterios en este mecanismo. ¿Por qué un niño encarna[5] el tranco del padre y su hermano la sonrisa perpetua de la madre?

De alguna manera elegimos. Yo he quedado sorprendida de mis propias elecciones. El trabajo con video me mostró que, reflejar el contenido de lo que veía, era sólo parte de la historia. Se volvió obvio que diminutos movimientos dentro del mecanismo del ojo ejercían una profunda influencia en los patrones de movimiento de mi cuerpo. En los 70, la tecnología de edición era mucho más física e interactiva que ahora. Durante algunos años, plantada frente a dos pantallas de video, sentada casi preternaturalmente quieta, excepto por mis dedos aprieta-botones y mis ojos de ping pong, hice con injertos de fragmentos de segundo, ediciones de frases simples de movimientos, conectando y plegando pedazos de frases dentro de sí mismas. Con el tiempo, una calidad de transiciones abruptas y sin costuras, como saltos de montaje[6], influyó en mi danza.  Si bien no lo rechazaba, este aprendizaje del reamoldamiento visual, y su aplicación en mi danza, no era intencional de mi parte. Es importante aquello con lo que alimentamos los ojos. En otros casos, el reamoldamiento no era intencional, pero mi aplicación sí: me había llenado de intriga la idea del “momento anterior a la acción”, esto fue durante mis años de trabajo filmando videos para la investigación de la educadora Bonnie Brainbridge Cohen, de niños con lesiones cerebrales. En aquel momento ella lo llamaba “planeamiento premotor”. Con la lente pegada al ojo, mi cuerpo se llenaba de la imagen del rostro de un bebé, muy cerca. Cuando Bonnie le ofrecía un juguete, podía ver diminutos cambios de atención en el foco de sus ojos y, creía yo, en el tono de su piel. Parecía que había entrado a su sistema nervioso por detrás de sus ojos, o él había entrado al mío. Podía ver su deseo cuando, con la ayuda del toque de Bonnie, el niñito armaba su sistema nervioso para alcanzar el juguete, y yo veía cómo enfocaba los ojos, justo antes de alcanzarlo. De alguna manera, años de observación de este movimiento premotor en los ojos de los bebés, me dieron acceso a observar el mío. La primera vez que revertí mi movimiento, lo hice inesperadamente mientras bailaba. Fue una reacción al reconocer que una acción que acababa de hacer, pertenecía a un patrón habitual, irrelevante para esa circunstancia actual. De repente, me encontré revirtiendo la acción como si pudiera volver para atrás, deshacerla. Entonces, tan pronto como me di cuenta de que había comenzado a revertirla, fui incapaz de reprimir el revertirla otra vez, atrapada en una ranura existencial. Por más divertido que se sintiera, esto me dio la clave para entender  que mi cuerpo estaba reconociendo su propia conducta un mísero fragmento de segundo después de que la acción comenzara. Si yo podía remontar mi conciencia otro fragmento de segundo, entonces podría reconocer el momento justo de organización de la acción, antes de que la acción se desatara. Fue así como llegué a sentir ese instante detrás de mis ojos, tal como lo había percibido en los bebés. Creé entonces una práctica para mí misma, que redireccionara la formación o la intención de una acción, antes de que apareciera, en el instante en que comenzaba a organizarse en mi cuerpo.

El resultado fue tan sorprendente como caer en la madriguera. Esta práctica se volvió una técnica personal para provocar nuevos patrones de movimiento y una útil estrategia para reposicionar mi imaginación.



El video combina dos poderosas herramientas de aprendizaje: un ojo mecánico para diseccionar las partes móviles de la mirada –el enfoque, el seguimiento, el paneo, el zoom- y la reproducción inmediata para mostrar las causas y las consecuencias de las propias acciones. Esto me llevó a explorar cómo el cuerpo se compone a sí mismo: primero focalizando en los sentidos, luego, orquestando su movimiento alrededor de la imaginación y el deseo de significado. Este fue un pequeño paso para traducir el aprendizaje en mi experiencia con la cámara, a mi trabajo con los sentidos en el entorno. Y lo hice a lo largo del camino, integrándolos a mi vida cotidiana, enseñando y bailando con otros.

Al principio, no había nada que me guiara, más que mi cuerpo y las herramientas mismas. Ubicando la cámara sobre mis ojos, magnificaba las sensaciones de la mirada y los movimientos de mi cuerpo, creados para dar soporte a la vista. La desorientación física era tan extrema como cuando aprendemos a manejar un auto. Podía observar mi cuerpo sintonizando su forma a la cámara de mano, como la mano de un bebé se va formando alrededor de un vaso. Pude registrar nuevas instrucciones de movimiento y quietud, en el diálogo con mi deseo de ver. Satisfacer a los ojos involucraba todo mi cuerpo y mi experiencia.
Y para dar soporte al ojo nuevo, mi cuerpo asumía una quietud que nunca antes había experimentado. A pesar de que el visor estaba a sólo tres pulgadas de mi propio ojo, podía sentir el foco que me anclaba en el espacio real por delante de mí, mientras lo que estaba mirando, entraba profundo en mi cuerpo como por un embudo y parecía, literalmente, apuntalarlo. Ingresé así en un diálogo entre mi atención y mi fisicalidad. Mi interés por lo que estaba mirando, las mantenía en contrapeso, o bien terminaba de conquistarme.

En la acción de hacer una toma, cada movimiento propio, alteraba el movimiento de lo que estaba mirando. Cuando giraba la cabeza, el borde del encuadre parecía empujar, perseguir, tironear o guiar la materia de mi filmación por el espacio. Contra un fondo sin texturas, seguir un salto en la dirección del salto, borraba su movimiento a través del espacio. Mi propia velocidad arrollaba la velocidad de la materia filmada. El principio familiar de que el acto de observar cambia lo observado era evidente y la posición inversa era palpable: lo que estaba observando me cambiaba a mí. Lo más fascinante, llegué a notar, era que cómo observaba, cambiaba ambas cosas: a mí y a lo que estaba mirando.

¿Cuál era la figura, cuál era el fondo? Cuando mis ojos exploraban algo quieto, el movimiento de los ojos era la figura. Cuando ambos, mi encuadre y la materia filmada se movían, el proceso alternaba, de ida y vuelta. Eso era lo más interesante.
Al bailar, la relación fondo/figura cambiaba a movimiento/medio, o bien, mover/ser movido. Cuál era cuál estaba directamente determinado por mi sensitividad. En quietud o movimiento, cuando yo pensaba que estaba tocando un muro, yo era la figura. Cuando percibía el muro tocándome, me volvía el fondo. Mi cuerpo se volvía el medio del espacio. Sentía mi movimiento organizarse alrededor de estas variantes perceptivas y cambios de calidad, construyendo una nueva plantilla interna para mi danza.

¿Qué me guiaba cuando miraba a través de la cámara? A veces, seguía el apetito de mi ojo. Esta experiencia era la más sensual, en tanto en que mi ojo seguía los bordes seductores de la luz y la sombra, despreocupado por dar un nombre, jugando con el ritmo y los patrones de movimiento. A veces, el contenido dentro del encuadre capturaba mi curiosidad y entonces yo debía organizar el movimiento de la mirada para darle un sentido. Intermitentemente, las necesidades de mi cuerpo se volvían el director: cuando estornudaba, o abandonaba la mirada para relajar un calambre del pie. A veces mi ojo seguía a mis oídos, o mi atención vagaba para recuperarse de la ferocidad del enfoque. El liderazgo cambiaba constantemente de un sentido a otro, de lo que estaba ante mí, a lo que estaba dentro de mí, de sentir a dar sentido. Estos pasajes por esas fases de atención resultaron igual de evidentes mientras bailaba y observaba con los ojos desnudos.

Varias veces retiré la cámara. Reparaba en la actividad de mis ojos mientras comía, reía, pensaba, caminaba por espacios conocidos, bajaba por las calles de ciudades extrañas y miraba alguna cosa. Al notar los patrones de la mirada, jugaba a alterarlos.

Cuando entraba a un cuarto repleto de gente, observaba cómo mis ojos instantáneamente buscaban los espacios vacíos, caminos seguros por los que andar, un patrón que había aprendido de pequeña. Cuando redireccionaba el foco, primero hacia las personas, la variación muscular era muy pequeña, pero mi futuro dentro del cuarto quedaba profundamente cambiado.

Librado a su propio mecanismo, como en las danzas occidentales, el ojo se mueve automáticamente para dar contrapeso al movimiento del cuerpo. Cuando invertí esa relación, redireccionando mis ojos en mitad de una danza, quedé anonadada por el poder de esas dos pequeñas bolas de fluido, movidas por veinte pequeños músculos, que arrastran mis 50 kilos a través del espacio.

Reparé en los patrones de micromovimientos, como la composición del movimiento de mi ojo y la postura de mi cuerpo mientras caminaba hacia atrás. Luego, sostener esa organización mientras caminaba hacia delante, hizo algo más que provocar una manera graciosa de caminar. Hizo una criatura por fuera de mí, demostrando que el modo en que sintonizamos nuestros sentidos es la raíz de nuestro carácter. Y la transformación es simple y accesible, a través de la recomposición de nuestros ojos.

La reproducción del video hace parecer que cada movimiento de la cámara ha sido una elección, conciente o no, ya sea de un deseo fisiológico o los hábitos de mis sentidos; ya sea de mi necesidad de hacer significar lo que está ante mí, o de las circunstancias de mi cuerpo. Cuando veía un video, justo después de rodarlo, podía recordar qué había causado el cambio en mi atención, dentro y fuera de mi cuerpo, y observar las consecuencias. Llegaba a reconocer distintas cualidades surgiendo de cada uno de estos principios de organización, y tomaba nota de mis preferencias.

A veces, veía cosas en la reproducción que no había notado durante el rodaje, pero que, tras una segunda vista, quedaba claro que me habían guiado. Evidentemente, mi movimiento estaba formado por reacciones a ciertas señales provenientes del espacio, que eran invisibles para mí. Esto puso en duda la idea de un impulso de movimiento “espontáneo”. Y cambió mi percepción del espacio mientras bailaba: estaba nadando entre señales.
Operar con los ojos abiertos me había mantenido a distancia de mi entorno. Para acercar el espacio, sólo necesitaba cerrarlos. Nuevas instrucciones de navegación por el espacio surgían del toque y la escucha, y reinformaban mi danza con los ojos abiertos. Esta manera de leer el espacio se imprimió en mi cuerpo, volviéndose un imitador de mí. Y a la inversa, mi movimiento sostenía un espejo hacia el espacio, volviendo visible su vida escondida.
Al mirar danza, como al mirar cualquier cosa, una imagen se construye con el aporte de muchos sentidos y con cada medida de tiempo en su propia manera. Con los ojos cerrados, lleva un largo tiempo aprenderse un movimiento de alguien. La imaginación se inserta por sí misma en el flujo del tiempo. Confiando en el toque y la escucha, surgen complicaciones raras, que me traen recuerdos de interacciones con el mundo animado e inanimado, al repasar mi experiencia completa, para darle sentido a eso que tengo entre manos.

A veces, lo que recordaba saborear mientras rodaba, no se hacía visible en la reproducción del video, o lo hacía apenas. El tiempo que toma mirar, es un factor. El tiempo pasa diferente en un pequeño encuadre. Recuerdo la irritación durante una performance en vivo, cuando un movimiento complejo corre más velozmente de lo que puedo leer. Mis sentidos buscan alcanzar una participación más rica, quizá para leer el espacio en negativo o percibir el sonido, o se distancian del teatro y de mis pensamientos. La jerarquía de los sentidos es otro factor. Cuando hay música al alrededor de donde estoy filmando, veo en la reproducción cómo mi ojo la ha abordado, o bien cegándome, o bien tironeándome hacia el movimiento que tengo delante de mí.

El video es una máquina de tiempo, una grabación facilita la memoria e imita sus imperfecciones. La idea de que una grabación es fija, ha sido de poca utilidad para mí. Yo veo algo distinto cada vez que la miro. Es más, la grabadora te pone el tiempo en las manos. Un acontecimiento en video tiene plasticidad. Siempre se lo puede hacer ir, otra vez, hacia atrás o hacia delante. Se puede ir más rápido, condensando la forma. O más lento, estirando la trama del contexto. Se puede saltar al azar de un momento a otro. Empezando donde sea, terminando donde sea. Dentro del cuerpo, estas operaciones ganan en complejidad.

Al moverme con o sin una cámara, cuando le pido a mi cuerpo que revierta su recorrido hasta llegar tan lejos como recuerde, la memoria surge espontáneamente, sin un orden particular, y desde muchas fuentes: de mi organización física, de mi relación con el espacio, de mis sensaciones o mis pensamientos a lo largo del camino. En tanto sintonizo mi atención hacia el pasado reciente, viajo en dos direcciones al mismo tiempo, siguiendo mi cuerpo hacia donde he estado, mientras me encuentro a mí misma donde estoy. Esto no es tanto una prueba para la memoria como una pregunta para la conciencia, ¿dónde he estado? ¿qué sabor sentí ahí? Cuando alguien contempla mis esfuerzos o yo misma los observo, los recuerdos pueden compararse.

Ante toda esa curiosidad por saber cómo los bailarines ven una danza, yo pido que asuman el rol de videastas con el propio cuerpo. Observamos una danza, entonces un grupo de nosotros, todos al mismo tiempo, le mostramos inmediatamente a el/los performer/s, qué hemos percibido. Para realizar esta reproducción fielmente, accedemos a todas nuestras habilidades físicas y a toda nuestra experiencia.

Lo que cada observador ha visto de notable en la danza, se emplaza frente a nosotros. Alguno ha dibujado el diseño del espacio, alguno las relaciones con la arquitectura, algún otro la psicología, otro la calidad del movimiento, otro la acción, algún otro lo que estaba imaginando mientras observaba, lo que deseaba haber visto. Lo que se configura es una percepción colectiva de la danza, una danza de opiniones.

Mirar esta segunda generación de danzas es como mirar el cielo. Invariablemente tomamos nota de peculiares manifestaciones, y la ancha forma en el avance del tiempo. Los puntos de consenso entre nosotros son sorprendentes. Aún no hay conclusiones aquí. Este ejercicio de percepción deja la pregunta: ¿Qué es lo que vemos en una danza? Apertura. Es una semilla que pone la visión al límite, y en el campo de juego[1].

 [1]En el original: “It’s a seed that puts vision on the line and in the field of play”.  Donde “play” es juego, y es obra, y es también la palabra que da la instrucción de reproducción en video.

Traducción María Cecilia Perna.
Para uso interno del Taller de Impro en danza y danza teatro.



[1] Script, es primero escritura o escrito, pero también, claramente “guión”, el utilizado en cine, video o televisión.
[2] Del verbo extrudir: dar forma a una masa plástica, metálica, etc. haciéndola pasar por una abertura especialmente dispuesta a tal fin. “Extruded” en el original
[3] La palabra en el original es “morphed” y es una palabra técnica, sin traducción al español, que remite a un procedimiento de FX en la que dos imágenes distintas se montan para dar cuenta de la transformación de un objeto en otro. La transformación de un hombre en lobo sería un caso paradigmático en el que se puede utilizar el “morphing”.
[4] En inglés “embody”, más que encarnar, literalmente “encuerpar” hacer entrar en el cuerpo.
[5] Idem 4.
[6] El término técnico en inglés es jump-cut.

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